jueves, 28 de noviembre de 2013

Las verdades del porquero

Habíamos quedado en que la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, Agamenón es Forbes y su porquero soy yo, de modo que el tal Forbes dice que el tío más rico del mundo es Carlos Slim, seguido de ese tipo con la cara llena de pecas que responde cuando lo llaman Bill Gates, pero yo, desde la humildad de mi  porqueriza, digo que no, que mi Papa, o sea, Foucault, cuando estudió como nadie lo había hecho antes el Poder, dijo que una de las características del poder auténtico es que nadie sabe quién lo tiene ni donde está.
O sea que no, que ni Slim ni Gates, los dos eran ya tan ricos o más, cuando un católico irlandés de nombre John Fitzgerald Kennedy, ingenuo él, se empeñó en creer que el poder auténtico es el que él ejercía cuando daba la orden de invadir Cuba por la Bahía de los cochinos.
Pero nadie sabía ciertamente hasta dónde podía llegar aquel tipo irlandés que había empezado a meter sus rubicundas narices en donde no debía, porque pensaba que era guapo, como su mujer, tenía unos hijos encantadores y un padre tan multimillonario que no sabía que hacer con sus millones.
Pero en la aguja de uno de esos rascacielos de Nueva York o de Chicago, un oscuro hombrecillo al que ni siquiera conocía su propia esposa y mucho menos aún su secretaria, pensó que aquel muchacho que él había decidido que ocupara la presidencia de los Usa no había entendido nada de su situación real y creía que el poder auténtico, el poder verídico, el poder esencial era el que él ejercía desde el despacho oval de la Casa Blanca.
No sé, no podemos saber a quién dio la orden y cómo, pero un par de balazos acabaron con la vida de alguien que durante muy poco tiempo encarnó la esperanza del mundo.
Y el hombrecillo de aquel rascacielos de Nueva York o de Chicago, vaya usted a saber, continuó con su rutina de todos los días. No sintió siquiera la necesidad de conocer los detalles de su obra.
Las piezas de aquella infalible maquinaria habían funcionado, como siempre, a la perfección, importándole muy poco que el economista de cámara de los Kennedy, John Kennet Galbraith, escribiera, en los prolegómenos de su obra más importante, La sociedad industrial, que el auténtico poder del mundo reside realmente en las grandes compañía de los EE.UU. y que esto, hasta entonces, sólo habían sido capaces de entenderlo los marxistas.

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